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Peter Bürger

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Posiblemente el mayor empleador de homosexuales en el mundo sea la Iglesia católica, y sin embargo se niega a reconocerles un mínimo de derechos humanos. 

 Tras una conferencia internacional en abril de 2016 compré un calendario
 de clérigos que encontré en una tienda de souvenirs de Roma. El tema es muy serio, pero mientras pasaba sus hojas pude estallar en una risa liberadora junto con un periodista norteamericano. Teníamos dolor de barriga cuando llegamos a la última página. 

 Por mi propia experiencia personal y por muchos encuentros con otros teólogos sé que en el último siglo y muchos homosexuales sin saberlo escogieron el camino de la vocación de sacerdote célibe.
 
 Antes de las convulsiones sociales que comenzaron a finales de los años 80, las biografías de los homosexuales tenían mucho que contar sobre las presiones sufridas en sus vidas, poco sobre lo libremente elegido. Aquellos a quienes no se les permite conocerse a sí mismo, son conducidos por los demás. Según una indicación especial del Vaticano los sacerdotes homosexuales no pueden existir. Sin embargo la proporción de curas homosexuales es alta, muy alta.

 Todo el que se relaciona no superficialmente con la iglesia católica también lo sabe. Muchas parroquias están muy agradecidas a los servicios de sus curas homosexuales y les darían todo su apoyo en caso de conflicto. Por supuesto los obispos y los jefes de personal de cada diócesis son los que tienen la mejor perspectiva. 
 
Sería un escándalo si se hablara públicamente de la  proporción de homosexuales en el clero y se pusiera de manifiesto de manera más o menos realista cuántos curas lo son. El tema homosexualidad es probablemente el elemento clave para comprender el drama de un aparato eclesiástico incapaz de reformarse, que se aferra a la aberración clerical de todo un milenio y que por lo tanto no está a la altura de los desafíos propuestos por el actual Papa de cara a un cristianismo prometedor.

El obispo Francisco de Roma que ha dado señales de no ser homófobo, ha evitado el campo de minas del conflicto doctrinal desde que asumió el cargo. En vez de meterse en ese campo minado prefirió una solución pastoral e hizo saber al mundo de modo aparentemente casual en el verano de  2013 : "¿Quién soy yo para condenar a los homosexuales?"
Esta señal amistosa podría haber resuelto problemáticas áreas explosivas para la Iglesia y haber liberado energías inimaginables para una Iglesia reformable según el programa de Francisco: el grado de enemistad, frustración y falta de autoaceptación del clero se habría reducido enormemente.

Con esta actitud de base más benévola la Iglesia tendría mucho menos que temer que una mayor transparencia pública con respecto a la proporción de homosexuales que hay en cada uno de los niveles de la jerarquía incluyendo los más altos, se convirtiera en dinamita destructora de su fama y buen nombre. Los homosexuales pueden ser diáconos, sacerdotes, obispos, arzobispos y Papas tan buenos o mejores que los heterosexuales...
Pero la solución pastoral como modo de evitar una aclaración doctrinal no funciona.  La absurda construcción según la cual los candidatos al sacerdocio se ven obligados a superar posibles "tendencias homosexuales tan pronto como entrar a formar parte del clero, como si se tratara de una enfermedad infecciosa se ha  mantenido y ha sido de nuevo inculcada en este pontificado.

La derecha de la jerarquía ha recurrido a su antigua y pérfida estrategia de convertir a los homosexuales en responsables de la violencia clerical contra niños y otras personas bajo especial protección. Hace poco el arzobispo Carlo Maria Viganò, ex nuncio en Estados Unidos, mezcló en una carta contra el Papa Francisco el tema de los crímenes pedófilos clericales con la homosexualidad. Así se ponen las cosas cabeza abajo. No es la homosexualidad del clero sino  la homofobia eclesial la favorecedora de la violencia sexual.

Casi se podría calificar de histérica la actitud de Joseph Ratzinger que desde mediados de los años 80 encadenó escritos en los que calificaba la homosexualidad de tendencia destinada al pecado mientras evocaba la decadencia de las costumbres y la moral en nuestra sociedad, cuando se refería a las luchas del movimiento arco iris por el reconocimiento social y la liberación. La Iglesia insistió en que no estaba obligada por los nuevos estándares de Derechos Humanos en su relación con lesbianas y gays. En estas condiciones no era posible una discusión abierta en los seminarios sobre la homosexualidad pues dominaba un clima de miedo y depresión, aún cuando los responsables hubieran querido otra cosa. 
 
Esconderse y negación eran el nuevo juego necesario para sobrevivir. Yo mismo entré en contacto con dos casos en los que los teólogos que previamente se habían negado a enfrentarse a su homosexualidad desembocaron en la violencia sexual. En el último cuarto de siglo la Iglesia no ha aprovechado las condiciones básicas para prevenir la violencia sexual en sus filas en un clima  de madurez,  autorreflexión y libre de ansiedad.


Pastores de almas homosexuales los hay en todos los campos del espectro eclesial. Sólo lo tradicionalistas sacan provecho a fin de cuentas del tabú de la homosexualidad y el clima de miedo. Mientras la pura doctrina de la condena siga vigente, seguirá habiendo modos de proceder mediante chantaje directo o indirecto ante las protestas en la iglesia y la posibilidad de formar alianzas con las fuerzas eclesiásticas conservadoras.  

Quienes huyen de su propia personalidad y se resisten  a crecer, siguen hallando autorización para pasar por la vida como sonámbulos y dependientes a pesar de las convulsiones sociales en los centros de formación teológica de los "tradicionalistas". En este contexto el celibato obligatorio se convierte en un formidable refugio obligatorio para el estancamiento del desarrollo de la personalidad. Además los tradicionalistas temen con razón que una nueva forma de tratar la homosexualidad colapse el tejido de la asociación clerical masculina y vaya de la mano con la entrada de las mujeres en todos los niveles de la jerarquía eclesial. 
Al mismo tiempo hay noticias esperanzadoras sobre un nuevo debate en la Iglesia a propósito de la homosexualidad. El arzobispo de Hamburgo que no tiene fama de revolucionario  afirma públicamente  de modo relajado que hay "un número considerable de curas homosexuales" en la Iglesia católica. 
 
Los métodos tipo Stasi (Th. Seiterich) se convierten en un bumerán para las autoridades vaticanas y ya no pueden reprimir el diálogo libre.
La Congregación para la Educación católica retiró el mes pasado el llamado "Nihil obstat"
al profesor jesuita Ansgar Wucherpfennig para ocupar de nuevo el cargo de rector de la escuela jesuita  St. Georgen en Frankfurt. Con esta condena al Padre Wucherpfennig, que apenas sí fue un poco más lejos que el filantrópico obispo de  Osnabrück Franz-Josef Bode, las autoridades se cargan impulsos moderados para una nueva visión del amor homosexual.

El jesuita sin embargo se niega a retractarse. Sus Superiores en la Orden, dos obispos hasta ahora  (Limburg, Mainz), un vicario general (Essen),numerosos teólogos e innumerables fieles han mostrado su solidaridad. Para incomodidad del cardenal  Gerhard Ludwig Müller, antiguo jefe de la Congregación para la Doctrina de la fe, se avecina   una retractación del propio Vaticano. La dirección de los Jesuitas debe avalar la fidelidad del rector.  
 
Las cosas cambian. Los partidarios de la línea dura en Roma saben que tienen que ceder, de lo contrario la revolución vendrá de abajo. Soy capaz de pensar en ese día de una iglesia sin homofobia, será un momento maravilloso.
En un futuro no muy lejano todo el drama de la "neurosis" sexual católica se verá iluminado por la inclusión de nuevas perspectivas sobre la historia de la Iglesia. Desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el último período de la posguerra, el catolicismo estrictamente romano se centró en enviar mensajes de miedo que nada tenían que ver con Jesús de Nazaret.
 
 
El confesonario como instrumento de poder servía para mantener a los fieles en situación de perpetua dependencia. Al inicio de la adolescencia, las posibilidades de escapar a un estado de guerra permanente con Dios eran más bien escasas. Los predicadores no dejaron al pueblo cristiano que usara su propio juicio para discernir las relaciones sexuales prohibidas de las permitidas, y quisieron reinar en los dormitorios de los matrimonios. 

La atemorizante moral sexual eclesial ha servido probablemente  para condenar más "pecados contra el amor" que los que ha impedido. Las bellezas del medio católico cerrado sobre sí mismo iban acompañados de un abismo de fealdad. 
Para los mayores que tuvieron ocasión de experimentar la opresión ejercida por las leyes establecidas por una casta clerical autócrata, el alcance de la violencia sexual perpetrada por los sacerdotes que hoy ha salido a la luz, en muchos casos tiene el efecto de un colapso total en su visión del mundo.
 
El reconocimiento de la culpablidad por homofobia lleva retraso en la Iglesia. La iglesia se limitaba a mirar o incluso aplaudía la persecución de los homosexuales. Ella misma avergonzó a lesbianas y gays y restringió sus derechos humanos.

El complejo homofóbico ha impedido a innumerables personas llevar una vida feliz o incluso las ha conducido a la muerte. Los suicidios de dos antiguos compañeros de estudios en una vicaría cercana a mi casa tuvieron lugar en una época en la que los eslóganes homofóbicos de la Iglesia no eran identificados como una incitación a que la gente se desesperara. 
 
 
El complejo mortífero de la homofobia eclesiástica se sienta hoy en el banquillo de los acusados. Sus seguidores deben darse cuenta de que ya no están en posición de exigir obediencia doctrinal por su locura en la asamblea de los seguidores de Jesús. Ha llegado el momento de la confesión de los pecados.
 
 
Otras obras de Peter Bürger:


P. Bürger, La canción del amor conoce diferentes melodías. Un punto de vista liberado del amor homosexual. Oberursel 2005.
P. Bürger, Homofobia y homosexualidad en la Iglesia católica. En: M. Albus / L. Brüggemann: ¡Fuera esas manos! Poder sexual en la Iglesia  Kevelaer 2011, p. 99-118.

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