JUSTICIA PARA LOS COMUNEROS DE CATACAOS. MIOPÍA TECNÓCRATA

A pesar de varios defectos técnicos en el audio, y a pesar del uso de peruanismos que dificultan en ocasiones la comprensión, otra forma de expresarse, tiene la ventaja de sacar a la luz cómo se relacionan con el dinero las "sectillas" de cabecera, con su camino a la santidad. Cuando llegan asuntos de dinero, no dudan en arrebatar  a los campesinos más humildes mediante leyes y trampas varias sus tierras comunales que vienen cultivando desde generaciones.

No tienen alma ni sentimientos, apariencias sí, buscan el propio engrandecimiento y pisotean lo más sagrado: las gentes que sacan de la tierra alimento para ellos y la comunidad. No enriquecimiento como los "santos". Trapacerías varias, soy uno pero hago como que soy cuatro, está muy bien inventado desde el punto de vista legal. 

Ya que tardan en salir a la luz otros líos, aprendamos cómo se las gastan los cristianos comprometidos: roban y llaman ladrones a los robados. Merecen denuncia y son ellos  denunciantes de sus víctimas. Como de todos estos procesos alucinantes tengo cierta idea, me siento solidaria y muy cercana.
En este caso peruano hay muertos por medio, aunque por supuesto no se ha pillado a sodálite alguno con un arma y no fue ni el obispo de Piura ni el founder. Pero el caso es que como era un don nadie, todavía no se ha aclarado de donde salió el tiro.
Y cómo se las gastan los jueces que muestran una lentitud sin nombre en dar la razón a los "pobres". El mundo mismo.
Escuchas estas historias y es difícil entender que no los hayan echado ya como banda de maleantes que son.


Antievangélico como pocas cosas en la vida: robando al que menos tiene. Satánico.

Sobre los logros de los tecnócratas ministros con vocación escrivariana que tanta fama ganaron, fama que les sirvió para que muchos padres españoles de mi época adolescente coligieran que sus clubs y colegios eran la mejor compañía. Todo apariencia y no realidad. Lo cuenta Víctor Alba.

También se muestra las consecuencias no queridas de los propios actos políticos: el desarrollo económico en lugar de apaciguar en parte trajo afán de rebelión y protesta a España. La dialéctica de la historia en acción.

LA MIOPÍA TECNOCRÁTICA

El equipo tecnocrático estaba satisfecho de su éxito. En el tercer plan de desarrollo, se indicaba que se había superado la tasa de crecimiento prevista (no se señalaba que la población había aumentado también). De todos modos, era la mayor tasa de crecimiento del país y la mayor de todos los países industriales. La gente se alimentaba mucho mejor (y esto se veía en el aumento de talla del español joven), del subconsumo y de la superexplotación se pudo pasar así, en la década de los 60, al consumismo más desenfrenado, con resultados catastróficos para la ecología, el paisaje y el urbanismo, y con una lamentable retroceso de la calidad de la enseñanza. La población rural disminuye y España puede clasificarse ya entre los países semiindustriales. Pero el desarrollo tiene lugar de modo desequilibrado. Si la renta per cápita alcanza casi los 1000 $ exigidos por López Rodó para comenzar a pensar en democracia, está muy mal repartida. El centro (excepto Madrid) y el sur siguen sin desarrollar. Se prevé para 1980 una renta per cápita de 2000 $ anuales. Siguen llegando turistas y marchándose obreros e investigadores.

 

Los 1000 $ per cápita no hacen ya pensar en la democracia, sino en los 2000 $. El grupo de los desarrollistas es cada vez más un clan que actúa como un grupo de presión: “los grupos de presión se caracterizan por su falta de apetencia del poder y de sus responsabilidades. Sólo tratan de inducir al que lo ejerce a satisfacer sus pretensiones (…) Un miembro del grupo llega a un alto cargo e inmediatamente se ve precisado a designar sus colaboradores inmediatos, que elige entre los de su grupo (…) El proceso, luego, es el de la mancha de aceite (…) Todas esas cosas requieren un espíritu de cuerpo, una obediencia rigurosa, a quien puede, una gran discreción, compañerismo, quizá un largo período de oscuridad como pasó Jesús durante 30 años”. Si bien a los miembros de ese grupo se les denomina tecnócratas, “no lo eran en su sentido estricto (…) tecnócrata significa en España (…) gobernante de extracción no falangista, o no movimientista, para ser más riguroso”.

Cierto que en la confección de esa política económica hubo influencias exteriores, especialmente las de Washington y sobre todo, la de los expertos del Banco Mundial y de la OCDE, pero la manera de aplicarla es plenamente indígena, e indígena del franquismo. Ullastres había dicho: “Nuestra forma social de entendernos pertenece más a una vivencia de familia que a un estado de derecho gobernado por ideas racionales puras”. Así se desvirtúa en la aplicación del contenido liberalizador (de la economía), para apaciguar temores y calmar oposiciones.

El bienestar provoca inquietud. Los desarrollistas no lo habían previsto. Creyeron que la comodidad calmaría. Pero cada día hay huelgas en mayor número pese a los riesgos que entrañan y más largas. Los desarrollistas no tienen ningún proyecto para sustituir un sistema artificial de relaciones industriales por un sistema racional que funcione. No tienen otra política social que dan mayores facilidades al consumo.

Cuando más como dijo Navarro Rubio, “se trata de fortalecer los grupos de presión introduciéndoles, por consiguiente, en poderes legítimos” y de “fundir el pensamiento”, el capital y el trabajo en un único proceso creador, fusión cuya chispa inicial ha de venir los banqueros, porque “jamás el ingenio humano concibió unas organizaciones como las vuestras (los bancos) que aseguren de modo tan efectivo la comunicación de bienes entre los hombres”.

Pero no todos ven las cosas así. Por esto, hay que marcar los campos, como afirma Ullastres: “Tenemos que deslindarnos los que vamos de buena fe, los que tenemos las ideas claras y tenemos todo lo mismo, de aquellos otros que no van de buena fe o cuya buena fe es una buena fe que pertenece a un mundo que yo no entiendo…” Y amenaza: “Tener despejado el ambiente en cuanto al criterio que seguimos cada uno es algo que puede evitar que el deslinde de los dos campos se tenga que plantear como lo tuvimos que plantear en el año 36”.

El optimismo estadístico orienta la política de los desarrollistas. En 1972, en vísperas de la crisis del petróleo y de graves conmociones sociales en España, López Rodó afirma en las Cortes de procuradores que el futuro se presenta “tranquilo y prometedor para España” porque “la salud política de la nación es buena”. Era buena, para los desarrollistas, según ellos creían, porque “para mantenerse en el poder desvirtuaron el sentido de la operación de 1959 y suministraron apoyo a las pretensiones de la dictadura (…) Es una historia de componendas con el gran capital para evitar tanto el mercado como las medidas dolorosas de redistribución. Así se perdió eficiencia en la asignación de los recursos y al despilfarro acompañó la pérdida de equidad en la distribución del producto”.

Pero en cuanto la crisis económica mundial que germinaba desde hacía años, “floreció” con el estallido de los precios del petróleo, la política económica de los desarrollistas se derrumbó y finalmente, en los últimos tiempos del franquismo, fueron descartados. Su poder no dependía de fuerzas sociales, sino de la voluntad de un hombre. Esa era su debilidad, derivada de la miopía de los tecnócratas en lo referente a la política. No vieron, por ejemplo, que una nueva mentalidad se iba abriendo paso entre las mismas clases que ellos creían más cercanas a sus concepciones. Los empresarios aprendían la lección de Europa y abandonaban los medios del pasado ante la acción sindical. Se daban cuenta de algo que los desarrollistas no previeron a pesar de que era obvio: que no se admitiría a España en la Comunidad Europea en tanto siguiera bajo un régimen autoritario. No se percataron tampoco que si su política había tenido éxito,

 

“nada funcionó como habían esperado. Creyeron que para que España se integrara en Europa era necesaria una reforma a fondo del equipo económico, pero no se permitió a España a unirse al Mercado Común. Se resolvió el problema de la balanza de pagos, pero los tecnócratas habían pensado que esto se lograría gracias a las exportaciones industriales. No se había previsto la posibilidad de que estos se alcanzase medianamente con el turismo y las remesas de los emigrantes. Para combatir la inflación, insistieron en el control firme y la saneada administración del sector público y con esto fracasaron a todas luces. Los tecnócratas habían establecido un sistema de planificación que se suponía que sería prescriptivo para el gobierno y orientador para la empresa privada, y su resultado final fue casi lo contrario. Habían pensado en liberalizar la economía, reducir el alcance del control público, aumentar el de la competencia y de las fuerzas del mercado, y crear un sistema de dirección centralizada tal vez más completo que el que existiera antes. En 1962 habían concluido que la expansión y no la estabilidad constituía el principal problema sin resolver, y en 197 6 la inflación volvía a ser el problema dominante.

 

Se trataba, en el fondo, de una política económica “exclusivamente imitadora, y no constituyó en absoluto un enfoque experimental o creador para la solución de los problemas públicos”. Todo esto ocurrió porque los desarrollistas, en su miopía de economistas y técnicos, se olvidaron de que “los problemas técnicos de la formulación de una política siguen implicando el eterno problema del equilibrio adecuado entre libertad y autoridad”.



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