JUSTICIA PARA LOS COMUNEROS DE CATACAOS. MIOPÍA TECNÓCRATA
LA MIOPÍA
TECNOCRÁTICA
El equipo tecnocrático estaba satisfecho de su éxito. En el
tercer plan de desarrollo, se indicaba que se había superado la tasa de crecimiento prevista
(no se señalaba que la población había aumentado también). De todos modos, era
la mayor tasa de crecimiento del país y la mayor de todos los países
industriales. La gente se alimentaba mucho mejor (y esto se veía en el aumento
de talla del español joven), del subconsumo y de la superexplotación se pudo
pasar así, en la década de los 60, al consumismo más desenfrenado, con
resultados catastróficos para la ecología, el paisaje y el urbanismo, y con una
lamentable retroceso de la calidad de la enseñanza. La población rural
disminuye y España puede clasificarse ya entre los países semiindustriales.
Pero el desarrollo tiene lugar de modo desequilibrado. Si la renta per cápita
alcanza casi los 1000 $ exigidos por López Rodó para comenzar a pensar en
democracia, está muy mal repartida. El centro (excepto Madrid) y el sur siguen
sin desarrollar. Se prevé para 1980 una renta per cápita de 2000 $ anuales.
Siguen llegando turistas y marchándose obreros e investigadores.
Los 1000 $ per cápita no hacen ya pensar en la democracia,
sino en los 2000 $. El grupo de los desarrollistas es cada vez más un clan que
actúa como un grupo de presión: “los grupos de presión se caracterizan por su
falta de apetencia del poder y de sus responsabilidades. Sólo tratan de inducir
al que lo ejerce a satisfacer sus pretensiones (…) Un miembro del grupo llega a
un alto cargo e inmediatamente se ve precisado a designar sus colaboradores
inmediatos, que elige entre los de su grupo (…) El proceso, luego, es el de la
mancha de aceite (…) Todas esas cosas requieren un espíritu de cuerpo, una
obediencia rigurosa, a quien puede, una gran discreción, compañerismo, quizá un
largo período de oscuridad como pasó Jesús durante 30 años”. Si bien a los
miembros de ese grupo se les denomina tecnócratas, “no lo eran en su sentido
estricto (…) tecnócrata significa en España (…) gobernante de extracción no
falangista, o no movimientista, para
ser más riguroso”.
Cierto que en la confección de esa política económica hubo
influencias exteriores, especialmente las de Washington y sobre todo, la de los
expertos del Banco Mundial y de la OCDE, pero la manera de aplicarla es
plenamente indígena, e indígena del franquismo. Ullastres había dicho: “Nuestra
forma social de entendernos pertenece más a una vivencia de familia que a un
estado de derecho gobernado por ideas racionales puras”. Así se desvirtúa en la
aplicación del contenido liberalizador (de la economía), para apaciguar temores
y calmar oposiciones.
El bienestar provoca inquietud. Los desarrollistas no lo
habían previsto. Creyeron que la comodidad calmaría. Pero cada día hay huelgas
en mayor número pese a los riesgos que entrañan y más largas. Los
desarrollistas no tienen ningún proyecto para sustituir un sistema artificial
de relaciones industriales por un sistema racional que funcione. No tienen otra
política social que dan mayores facilidades al consumo.
Cuando más como dijo Navarro Rubio, “se trata de fortalecer
los grupos de presión introduciéndoles, por consiguiente, en poderes legítimos”
y de “fundir el pensamiento”, el capital y el trabajo en un único proceso
creador, fusión cuya chispa inicial ha de venir los banqueros, porque “jamás el
ingenio humano concibió unas organizaciones como las vuestras (los bancos) que
aseguren de modo tan efectivo la comunicación de bienes entre los hombres”.
Pero no todos ven las cosas así. Por esto, hay que marcar
los campos, como afirma Ullastres: “Tenemos que deslindarnos los que vamos de
buena fe, los que tenemos las ideas claras y tenemos todo lo mismo, de aquellos
otros que no van de buena fe o cuya buena fe es una buena fe que pertenece a un
mundo que yo no entiendo…” Y amenaza: “Tener despejado el ambiente en cuanto al
criterio que seguimos cada uno es algo que puede evitar que el deslinde de los
dos campos se tenga que plantear como lo tuvimos que plantear en el año 36”.
El optimismo estadístico orienta la política de los
desarrollistas. En 1972, en vísperas de la crisis del petróleo y de graves
conmociones sociales en España, López Rodó afirma en las Cortes de procuradores
que el futuro se presenta “tranquilo y prometedor para España” porque “la salud
política de la nación es buena”. Era buena, para los desarrollistas, según
ellos creían, porque “para mantenerse en el poder desvirtuaron el sentido de la
operación de 1959 y suministraron apoyo a las pretensiones de la dictadura (…)
Es una historia de componendas con el gran capital para evitar tanto el mercado
como las medidas dolorosas de redistribución. Así se perdió eficiencia en la
asignación de los recursos y al despilfarro acompañó la pérdida de equidad en
la distribución del producto”.
Pero en cuanto la crisis económica mundial que germinaba
desde hacía años, “floreció” con el estallido de los precios del petróleo, la
política económica de los desarrollistas se derrumbó y finalmente, en los
últimos tiempos del franquismo, fueron descartados. Su poder no dependía de
fuerzas sociales, sino de la voluntad de un hombre. Esa era su debilidad,
derivada de la miopía de los tecnócratas en lo referente a la política. No
vieron, por ejemplo, que una nueva mentalidad se iba abriendo paso entre las
mismas clases que ellos creían más cercanas a sus concepciones. Los empresarios
aprendían la lección de Europa y abandonaban los medios del pasado ante la
acción sindical. Se daban cuenta de algo que los desarrollistas no previeron a
pesar de que era obvio: que no se admitiría a España en la Comunidad Europea en
tanto siguiera bajo un régimen autoritario. No se percataron tampoco que si su
política había tenido éxito,
“nada funcionó como habían esperado. Creyeron que para que
España se integrara en Europa era necesaria una reforma a fondo del equipo económico,
pero no se permitió a España a unirse al Mercado Común. Se resolvió el problema
de la balanza de pagos, pero los tecnócratas habían pensado que esto se
lograría gracias a las exportaciones industriales. No se había previsto la
posibilidad de que estos se alcanzase medianamente con el turismo y las remesas
de los emigrantes. Para combatir la inflación, insistieron en el control firme
y la saneada administración del sector público y con esto fracasaron a todas
luces. Los tecnócratas habían establecido un sistema de planificación que se
suponía que sería prescriptivo para el gobierno y orientador para la empresa
privada, y su resultado final fue casi lo contrario. Habían pensado en
liberalizar la economía, reducir el alcance del control público, aumentar el de
la competencia y de las fuerzas del mercado, y crear un sistema de dirección
centralizada tal vez más completo que el que existiera antes. En 1962 habían
concluido que la expansión y no la estabilidad constituía el principal problema
sin resolver, y en 197 6 la inflación volvía a ser el problema dominante.
Se trataba, en el fondo, de una política económica
“exclusivamente imitadora, y no constituyó en absoluto un enfoque experimental
o creador para la solución de los problemas públicos”. Todo esto ocurrió porque
los desarrollistas, en su miopía de economistas y técnicos, se olvidaron de que
“los problemas técnicos de la formulación de una política siguen implicando el
eterno problema del equilibrio adecuado entre libertad y autoridad”.
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