DOCTRINA SOCIAL. DESARROLLISMO
EL DESPRECIO DE LA
HISTORIA DE LOS DESARROLLISTAS TECNÓCRATAS
Los desarrollistas eran todo lo contrario de historicistas.
No pudieron, pues, situar su política en el contexto del franquismo, porque
comenzaron por aceptarlo como algo caído del cielo, sin raíces en el pasado.
Franco no era conservador, ni liberal, ni revolucionario, ni reaccionario. No
tenía ideología, fuera de una vaga inspiración retrógrada, más ceremonial que
ideológica, y de un sentimiento religioso más supersticioso que teológico.
“Regenerar” no significaba nada para él por la simple razón de que no sentía
por el país y sus habitantes ninguna
emoción capaz de moverlo a adoptar posiciones definidas. Antes y después de
julio de 1936, fue un burócrata de alta graduación, cuyas normas de conducta,
como para todo buen burócrata, eran el oportunismo y el autoritarismo. No le
importaba la existencia de la masa neutra, pasiva, indiferente, tal vez ni
siquiera se daba cuenta de ella, puesto que, en el fondo, pertenecía a la
misma.
En todo caso, dadas las características de su régimen no tenía
interés ninguno en sacar a la masa de su pasividad, sino al contrario, en
acentuarla. Lo ideal para él hubiese sido que todo el país se convirtiera en un
pantano, y estuvo muy cerca de lograrlo. En esto se vería que su régimen, a
pesar de las apariencias, no era fascista, sino una dictadura clásica. En ésta,
en efecto, el dictador considera que quienes no están contra él, están con él,
mientras que en totalitarismo se califica de enemigo a cuantos no son
activamente amigos.
Su política indica claramente que no era un “regenerador”, ni
siquiera en intención. Pero las circunstancias le indujeron a aceptar una
política que, sin proponérselo, tenía algunas rasgos del regeneracionismo,
aunque fuese solamente un “regeneracionismo” material, sin preocupación ninguna
por las consecuencias humanas, culturales, morales, del mismo, y aunque no
partiera de la convicción de que España necesitaba regenerarse. En esto, Franco
se diferenciaba de Primo de Rivera.
Esa política, la de los desarrollistas, adoptada con el fin
de mantener las estructuras del franquismo y no para cambiarlas tuvo por
consecuencia que la enclenque y timorata burguesía española cambiara de
carácter, se hiciera capitalista. Pero en el capitalismo del s. XIX no podían
dar frutos las técnicas de los desarrollistas (inevitables en una política
concebida para mantener el franquismo y no para sucederlo). En el mundo
industrial estaban ya superados estos métodos de capitalización.
En efecto, con el mejoramiento del nivel de vida y la
constatación de que algunas cosas podían cambiar, puesto que estaban ya
cambiando, vino la inquietud por el estado de cosas en otros terrenos. Las
“liberaciones” individuales se contagiaron a una parte de la juventud, la
curiosidad intelectual despertó en las universidades, la insatisfacción por el
precio del consumismo empujó a los trabajadores a huelgas (ilegales). Se fue
haciendo evidente que sin cambiar los mecanismos del poder, el desarrollismo no
satisfacía la impaciencia que él mismo había provocado involuntariamente.
Hay que insistir en este adverbio. Los desarrollistas no se
proponían modernizar el sistema político, sino sólo el económico. No tenían una
política “regeneracionista” ya se dijo. Pero las consecuencias de su política
fueron las mismas que si lo hubiese sido. Lo que las fluctuó fue que era solo
una política económica que no afectó a la personalidad del país, sino solo a su
bienestar. Pese a ello, creó las condiciones para una verdadera política
“regeneracionista” una vez que Franco dejara de ser un obstáculo insalvable a
la misma. Pero antes se intentaron otros caminos que el de la simple espera a
que la biología actuara por su cuenta.
Esta situación habrían podido preverla los desarrollistas si
hubiesen estudiado la historia política en general y la de España en
particular. El simple análisis de la experiencia de Primo de Rivera hubiese
debido bastar para que comprendieran que la modernización material escueta no
puede dejar de conducir a un deseo de modernización intelectual, moral, social,
deseo que el franquismo no podía satisfacer de ningún modo sin poner en peligro
su propia existencia.
Una rápida lectura de textos políticos elementales les
habría hecho descubrir, por ejemplo, lo que Tocqueville dijo en El antiguo régimen y la revolución:
“La experiencia nos enseña que el momento más peligroso para
un mal gobierno es aquel en que se empieza a reformar. Solamente un gran
talento puede salvar a un príncipe que emprende la tarea de aliviar a sus
súbditos tras una prolongada opresión. El mal que se sufría pacientemente como
inevitable, resulta insoportable en cuanto se concibe la idea de sustraerse a
él. Los abusos que entonces se eliminan parecen dejar más al descubierto los
que quedan, y la desazón que causan se hace más punzante: el mal se ha
reducido, es cierto, pero la sensibilidad se ha avivado.”
Un autor que como católicos no podían ignorar,
Chateaubriand, les habría debido advertir, también, como lo hizo a la duquesa
de Angulema en una carta escrita hace más de un siglo:
“Los gobiernos absolutos que establecen telégrafos,
ferrocarriles, líneas de vapores, y que al mismo tiempo quieren retener los
espíritus a nivel de los dogmas políticos del s. XVI son inconsecuentes, a la
vez progresivos y retrógrados, y se pierden en la confusión resultante de una
teoría y de una práctica contradictorias.”
El desarrollismo despertó a muchos españoles indiferentes,
acobardados, corruptos o simplemente pasivos. Al darles algo, les hizo desear
más, y como para lograr más era necesario poder reclamar y poder reclamar
exigía el derecho a protestar, a sugerir, a
presionar, inevitablemente la masa neutra se vio poco a poco empujada a
tomar partido, a salir de su neutralidad. Mejor dicho, una parte creciente de
la masa neutra, pues a la muerte de Franco todavía una mayoría del país estaba
sumida en la inopia en que viviera siempre.
Los desarrollistas no se percataron de esto o lo atribuyeron
a los habituales “agentes subversivos” o “ideologías exóticas” sin darse cuenta
de que, aunque hubieran existido unos y otras, que no existieron en grado
apreciable, encontraban en los años sesenta y setenta un eco que no hallaron en
los años cuarenta y cincuenta. Nunca, al parecer, se preguntaron a qué se debía
esta diferencia.
Otros se hicieron la pregunta. Pero al darse cuenta una
respuesta pasaron por alto también las lecciones de la historia indicadas por
Tocqueville y Chateaubriand; o bien, pensaron que, no habiendo alternativa,
había que arriesgarse, con la esperanza, de que por una vez y por aquello de que “España es diferente”,
no valieran tales lecciones en un hombre de alta cultura y muy conocedor de la
historia quien personificó ese riesgo que bien puede calificarse de
“regeneracionismo” político del régimen.
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