CRÍTICAS A LA TECNOCRACIA
Las críticas a los planes se referían sobre todo a su
desprecio de las consecuencias sociales de ese desarrollo y a su perspectiva
limitada a la meta estrecha de aumentar la producción sin tener en cuenta la
visión más amplia de las necesidades y el bienestar del conjunto de la
sociedad.
Los planes no resolvieron los problemas de vivienda creados
por la emigración a los centros industriales: las metas fijadas para la
construcción de viviendas económicas y subvencionadas no se alcanzaron jamás, y
las viviendas “libres” subieron de precio a velocidades espeluzantes en manos
de especuladores, distorsión que el tercer plan reconoció pero no remedió.
Todos los planes hacían hincapié en que uno de sus objetivos
era crear una sociedad más justa mediante la redistribución de los ingresos;
pero la aspiración quedó reducida a un mero deseo piadoso, y no llegó a
informar la política. Los planificadores creían que cualquier redistribución de
los ingresos había de frenar el desarrollo al limitar las inversiones.
Mientras los sueldos y el nivel de vida de la clase
trabajadora subían espectacularmente, su participación en la renta nacional
(cada vez mayor) crecía menos espectacularmente, hasta los años 70. Los
impuestos seguían siendo regresivos. Hubo que esperar el presupuesto de la
democracia en 1977 para que los impuestos directos, que penalizan los ingresos
más elevados, produjeran los mismos ingresos que los impuestos indirectos sobre
el consumo de toda la población. El gobierno había estimulado las inversiones y
la formación de capital doméstico permitiendo que aumentaran los beneficios y
manteniendo bajos los sueldos hasta que la presión desde abajo se hizo irresistible.
Ullastres sostenía que los aumentos de sueldos conducían a
la inflación, y que la inflación era el “agente comunista” encargado de
destruir las economías occidentales. “Lo único que no ha evolucionado como era
de esperar, observaba el cardenal Herrera en 1968, es la justicia social”. Los
trabajadores con empleo estable y que podían confiar en reajustes de sueldo
favorables vivían relativamente bien, pero los marginales seguían padeciendo la
falta de justicia social.
La conclusión de Salustiano del Campo en su Crítica a los
planes de desarrollo que reforzaban el crecimiento económico, descuidaban el
cambio social y frenaban el cambio político.
Esto es lo que querían los planificadores: el crecimiento
debía resolver automáticamente lo que el s. XIX había llamado la “cuestión
social” y la prosperidad debía hacer que la gente olvidara la política. Pero la
crisis de los años 70 mostró que eran vanas esperanzas.
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