DAÑOS COLATERALES

 

Como dos gotas de agua: muchos podrían suscribir estas experiencias de Juliette S, 16.feb.2021, cuando se padece el sectarismo fanatismo paternos aunque nunca se forme parte:

Tras leer el libro de Renata Patti sobre su experiencia en Focolares, me puse en contacto para dar mi testimonio sobre cómo el movimiento de Focolares influyó en mi vida y mi familia durante mi infancia y adolescencia. Mi testimonio :

Mi familia estuvo muy activa en Focolares. Todos menos yo que me sentía más bien hostil. Me ví sola y marginada, juzgada por mi propia familia. Sufrí mucho por ello. 

Mis padres conocieron F el año en que yo nací y desde pequeña me llevaban a todas las reuniones del movimiento. No me gustaba pero no podía hacer otra cosa. Unos años más tarde fuimos a vivir cerca de un "focolar" y a partir de ahí el movimiento invadió nuestra vida de familia. Todo, pero todo, giraba en torno a la religión, la Iglesia, el papa y sobre todo el movimiento Focolar, Chiara y su ideal. Miembros del movimiento acudían a nuestra casa cada día. Había reuniones en nuestro cuarto de estar. Chiara era objeto de adulación exagerada. Y mi padre no aceptaba ni toleraba pensamientos que no correspondieran con la fe católica, los preceptos del Papa o la ideología de  Chiara. Si intentábamos formular una opinión divergente o una duda, reaccionaba con violencia, con gritos de indignación y un discurso moralizador que imponía lo que había que creer. Desde fuera se le consideraba un hombre respetable y bueno, pero en casa era un auténtico déspota. No había diálogo posible. El miedo a decir algo que le disgustara creaba un estado de tensión permanente. No podíamos ni nos atrevíamos a expresarnos libremente.

Fuera de sus profesiones mis padres tenían pocos contactos con el mundo exterior. No se relacionaban más que con las gente del movimiento. El mundo de fuera era malo, sobre todo mi padre veía el mal y la tentación por todas partes. Cuando fui adolescente se me prohibieron a menudo las amistades, me vigilaban estrechamente. No teníamos tele. No tenía permiso para escuchar música en mi habitación. En casa no había más que periódicos y revistas católicos. Mis lecturas, las salidas, música, el cine o cualquier otra salida cultural, deportiva o de ocio con los compañeros estaban severamente controladas, censuradas y, en la mayoría de los casos, prohibidas. Las razones de las negativas no siempre me quedaron claras: la organización no era católica, la actividad, el libro o la película era inmoral, podría conocer chicos, el anfitrión era un hombre ... 

Al final, hacía falta  coraje para pedirle a mi padre que me dejara  salir, el conflicto y la negativa eran casi sistemáticos. Recuerdo, entre otras cosas por ejemplo, la virulenta oposiciones que encontré cuando, a los 16 años, quise ir a un concierto de Alain Souchon y, a los 22, matricularme en una escuela de arte donde dibujaría desnudos. En ambos casos, la actitud de mis padres me provocó tal conflicto interno que me puse enferma. 

La sexualidad era un tabú. Mis padres no hablaban de ello si no era en términos negativos y de desaprobación teñidos de mucho misterio. No podía salir con chicos. No se hablaba del amor entre el hombre y la mujer, solo del amor al prójimo y a Dios. No se permitía el coqueteo, no podía tener novio antes de mi graduación, no a las relaciones sexuales prematrimoniales, no a la anticoncepción. Para mi padre,  la mujer era la tentadora del hombre. Los hombres eran pobres diablos  víctimas de sus instintos incapaces de controlarse. Por lo tanto, prohibición de coquetería femenina: no a la minifalda, no al bikini, no a la ropa que pudiera considerarse sugerente o provocativa. Todo el cuerpo era sospechoso, los placeres estaban condenados. No podíamos pasar el rato en el baño o en la cama. En la familia se evitaba el contacto físico. No nos tocábamos, no nos besábamos ni nos abrazábamos.  No había ninguna demostración física de afecto. Se daba poco o ningún lugar a la alegría, la ligereza, la risa, el humor, la espontaneidad, la burla de uno mismo. Todo era en serio. 

 

El sufrimiento se magnificaba, hacía posible vivir el "Jesús abandonado". Nos educaron sin parar con los discursos de Chiara, teníamos que renunciar a nosotros mismos, sacrificarnos, negarnos, ignorarnos. Había que reprimir las emociones, sonreír siempre, fingir que todo iba bien. La voluntad de Dios era no ser nada, no querer nada, vivir solo al servicio de Dios y de los demás. Solo hablábamos de amor. Pero, ¿qué amor cuando no se me dio un lugar para existir? Era una niña muy feliz, pero desde mi adolescencia me sentía cada vez más abrumada por la atmósfera oscura y pesada que reinaba dentro de nuestra familia. Me estaba consumiendo.

 En 1980 asistí en Roma en una fiesta organizada por los jóvenes del movimiento (Genfest). En el momento en que el Papa o Chiara (ya no lo recuerdo) gritaron a la multitud de jóvenes jubilosos: “¡Así que estáis dispuestos a sacrificaros los unos por los otros! La multitud respondió que sí con júbilo. Y pensé: "¡No, no quiero sacrificarme! Todavía no he experimentado nada y no se me permite nada. No tengo nada que sacrificar: ya me han sacrificado. Además, ¿quién tiene derecho a pedirle a un joven que se sacrifique?"

No estaba a favor del movimiento, y de adolescente dejé de ir a las reuniones. Cuando tenía 14 años, ya no quería ir a misa. Mis padres me consideraban en pecado mortal,  me había perdido. La presión fue terrible. Volví y aguanté hasta los 16, volví a renunciar, volví, para rendirme definitivamente a los 18. Pero me sentía mal en mi propia familia.

 Un Viernes Santo, a mis 19 años, mientras mis padres y mi hermana estaban en los oficios, hice masa de crêpes. Quería celebrar la primera noche de las vacaciones de Semana Santa feliz con mi familia. Las crêpes fueron rechazadas categóricamente porque tenían que ayunar. Me ví sola con mis crêpes en la cocina, mis padres se retiraron a la sala de estar en un silencio acusador y mi hermana subió a su dormitorio. Estaba hundida. Y me pregunté: ¿ esta es la voluntad de Dios? Soñé que Jesús llamaba a la puerta, entraba y decía: “¿Hay crêpes?” Y que se sentaba siento  para compartirlas conmigo. Me sentí rechazada y sacrificada por mis padres en nombre de su Dios, su religión y su ideal. En la edad en que las adolescentes están descubriendo el mundo, vivía encerrada, privada de libertad, de autonomía, de toda posibilidad de expresión, en absoluta soledad, con padres para quienes la religión era lo primero. Siempre  sentí su actitud de juicio, represión y reproche. No tenía a nadie en quien confiar. No me atrevía a contarles a mis amigas lo que pasaba en mi casa. Me avergonzaba.
Además, siempre pensé que tal vez yo era el problema. Pensé que era mala y mil veces mala. Estaba haciendo todo lo que podía para "parecer" normal. Pensé en huir, pero era demasiado tímida y el mundo exterior me asustaba. Me volví insomne. Me despertaba por la noche con ataques de pánico porque sentía que no tenía poder sobre mi vida, que no se me había dado un lugar para existir. Sentía como "la vida" y muchas oportunidades se me escapaban. Entré en depresión. 

 Le rogué a Dios que me devolviera la vida. Pensé en el suicidio, pero tenía miedo de ir al infierno. Tenía miedo de volverme loca. Sentí que algo iba mal, pero ¿era yo o mis padres? Era un nudo de confusiones. No hace mucho, un psicoterapeuta me dijo que padecía maltrato psicológico, que mis padres habían hecho todo lo posible para evitar que yo fuera yo misma y que tenía suerte de no haberme hundido en la psicosis. 

 Cuando finalmente dejé la casa familiar, estaba muy mal conmigo misma. No sabía quién era yo. Vivía aislado de mí misma, de mi cuerpo, de mis emociones, de mis deseos, de mis necesidades. No me atrevía a confiar en lo que sentía, no osaba expresar mi opinión ni tomar una decisión. Me sentía incómoda en la sociedad, no sabía cómo comportarme y ocupar mi lugar. Nunca tuve la sensación de satisfacer a mis padres y nunca sentí su amor por quien realmente era. El mundo exterior, otras personas, los hombres y la sexualidad me asustaban. En cuanto al amor de Dios, pensé que ya no lo merecía. Viví en infinita soledad, encerrada en mí misma. 

Furiosa con mis padres, pasé varios meses sin contactarlos. Tuve que pasar por muchas terapias, pero todavía hay daños irreversibles. ¿Cómo vivir cuando tus alas han sido cortadas a una edad en la que están extendidas? Los sentimientos de ira, tristeza y culpa todavía me asaltan con regularidad. Más que al movimiento de los Focolares, culpo a mis padres por entregarse a un comportamiento tan extremo y destructivo. Solo hubiera querido una cosa: poder ser yo misma y recibir su amor, su escucha, su benevolencia, su confianza y su apoyo para descubrir el mundo y florecer serenamente.




Juliette Sapin

Comentarios

Ricardo Pérez ha dicho que…
Estremecedor relato, lo peor de todo es que las gentes como la familia del escrito, junto con quienes los adoctirnan. Sueñan con vivir en un mundo en el que ellos pudieran imponer sus creencias y su forma de pensar a toda la sociedad. Imponer una nueva Edad Media en el mundo moderno. Serian felices, si a eso se le puede llamar felicidad.

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